
30 Ene Los campeones del mundo escribimos sobre lo que queremos.
Ya habían pasado más de 15 minutos del segundo tiempo del segundo partido que la Selección Argentina jugaba en el Mundial de Qatar. Contienda a la que llegamos con la soga casi al cuello por la derrota en el primer encuentro contra Arabia Saudita. Absolutamente todos los habitantes del territorio nacional, argentinos o nacionalizados, los residentes en el exterior, los extranjeros amantes de la albiceleste, los ciudadanos de Bangladesh y cualquier persona que se precie aficionada al buen fútbol estábamos, como se dice coloquialmente, cortando alambres porque si bien la Scaloneta dominaba el juego, el tan ansiado gol no llegaba.
Hasta que en el minuto 18, de Rosario al mundo, Angelito Di Maria metió un pase al centro preciso a los píes del más grande del mundo que no dudó en clavar un tiro certero y esquinado para que don Ochoa no pueda verlo ni detenerlo. Felicidad y desahogo absoluto. Lo gritó Lionel y 45 millones de almas. Lo gritaron los hinchas en Qatar y también el cuerpo técnico protagonizando una tierna escena que se volvió viral. Era Pablito Aimar llorando desconsolado en un momento de alivio intenso en el que evidentemente liberó una angustia y unos nervios contenidos por varios días. La imagen de un hombre llorando sin vergüenza y con naturalidad conectó con el sentir popular. A muchos los sorprendió esa sensibilidad, a los que somos fans del Payasito desde hace mucho tiempo, no.
→Pablo Aimar se puso a llorar en la banca de Argentina por el Gol de Messi a México
Te sigo desde Cemento.
No recuerdo bien si fue en 1996 o 1997 cuando me enamoré por primera vez. Tenía 11 años. Lógicamente el sentimiento era puramente platónico y no hará falta aclarar que nunca lo conocí ni intercambié palabra alguna con él cuando les cuente que mi primer amor fue precisamente Pablo Cesar Aimar. Quería casarme con él, transitar juntos por la vida, acompañarlo en su carrera futbolística, conocer a su familia y visitar su Río Cuarto natal. Coleccionaba sus posters, compraba todo el tiempo El Gráfico y Olé para recortar sus fotos jugando en River o en la Selección juvenil. Me fascinaba que era un chico bueno, sencillo, tranquilo, y que además siempre andaba con sus amigos. Tenía una relación tóxica y unilateral con Pablo. Además me gustaba que él formaba parte de una camada de jóvenes promesas que auguraban un gran futuro para el fútbol argentino. A la mayoría de mis amigas les gustaba el Cuchu Cambiasso, porque era rubio de pelo largo, pero de todos los pibes de Pekerman mi elegido era Pablito.
Producto de mi amor por él seguí muy de cerca el devenir de ese equipo sub 20 que nos trajo la Copa del Mundo desde Malasia. Un proyecto que se inscribía en otro más grande que buscaba reordenar el trabajo de las selecciones inferiores de Argentina y que, de la mano de José Pekerman, incorporaba con potencia la importancia de la grupalidad, los valores personales y la responsabilidad colectiva, especialmente al vestir la insignia nacional, la ponderación de lo lúdico, la centralidad del respeto al otro, como atributos indispensables para ser un crack, pero sobre todo para construir un equipo. Una perspectiva novedosa, llamativa y seguramente resistida, en el escenario de un fútbol cada vez más espectacularizado y regido por la exigencia del éxito y el resultadismo.
Ese conocimiento adolescente, adquirido con poca rigurosidad técnica pero con mucho compromiso, me habilita hoy a sumarme a las filas de quienes piensan que este campeonato del mundo es también producto de las huellas que dejó el proyecto del profe Pekerman. El logro de sus herederos, de Scaloni, de Aimar, de Samuel, los que aprehendieron esa forma de vivir el deporte y que desde la cúpula la están haciendo doctrina. Seguramente formando parte, como el mismo Aimar ha dicho, de una ola de entrenadores a nivel global que vienen impulsando la mirada de un fútbol más humanizado, pero no por eso menos competitivo.
Hay algo de la apreciación de lo grupal que el cuerpo técnico logró impregnarle al proceso de esta selección, un desafío complejo en un mundo de estrellas pero sin dudas imprescindible en un deporte colectivo. Reflejado en esa frase que nuestro 10 pronunció a la salida de la derrota temprana contra los árabes: “que la gente confíe que este grupo no los va a dejar tirados”. El valor de la palabra expresada en la intención de lo hecho, más allá del resultado, y la fuerza del conjunto como identidad base para afrontar un desafío complejo sobresalen conceptualmente en esa frase. Y la gente confió. No hay dudas por estos pagos de que tenemos mucho de qué enorgullecernos.
Nostalgia anticipada.
Me alegro mucho de poder ahora compartir con muchos el sentimiento de amor por Pablito y lo que él intenta representar. Su historia era parte de mis recuerdos y ahora mucho más. Que hermoso momento de felicidad plena el que nos regalaron a todos. El otro día leí en twitter que alguien, creo que era Maslaton, se describía como un nostálgico anticipado. Me identifico también con ese tipo de personas, los que añoramos la felicidad de un momento al mismo tiempo que lo estamos viviendo. Me gusta un pasaje que escribió Mariana Enriquez en Nuestra parte de noche para describir esa sensación y que, casualmente, sucede cuando algunos de los personajes miran la final del Mundial 86. Voy a transcribir una partecita, está ubicada en la página 307 de la edición de Anagrama (nose si hay otras);
“El que se adelantó fue Burruchaga, que cruzó el tiro, suave, y entró.
Gaspar no vió que pasó después. Saltó y se abrazó con Pablo y con todos y los seis minutos que quedaban, sabían, iban a ser peleados, pero inútiles para Alemania; eran campeones y era como volar, como si no existiese nada más que ese momento, un momento que era alegre y tristísimo porque no podía durar. Había que salir a la calle, no se podía estar solo.”
Ahora leyéndolo pienso que eso fue exactamente lo que sentí el 18 de diciembre de 2022.
El segundo verano de Fernando Baez Sosa.
O el segundo verano que me obsesione con Fernando Baez Sosa. Me acuerdo con mucha nitidez el día que lo mataron, en realidad el día que le siguió a la noche en que lo mataron, cuando la noticia recorrió el país y sus fotos, con esa sonrisa amplia, inundaron las pantallas. A veces me pasa, soy también de ese tipo de gente que de vez en cuando me obsesiono con un crimen y lo estudio al detalle. Cuando era chica, más o menos en la misma época en que me enamoré de Pablito Aimar, me había obsesionado con el crimen de Cabezas y con la historia de Yabrán. Leí un frondoso libro de Miguel Bonasso impreso por editorial Planeta, miré mucha tele, revisé medios gráficos y unos años después hice un trabajo práctico en la escuela sobre la policía bonaerense al que bauticé “Maldita Policía” (tranqui).
Me acuerdo la tristeza y la impresión que sentí ese 18 de enero de 2020 con la noticia del asesinato de Fernando, con el hecho de que otros jóvenes lo hubieran matado a patadas en la cabeza, en esa ciudad a la que tantas veces fuimos, en ese boliche donde habremos bailado tanto, y la recreación de esa escena violenta como una reminiscencia de la adolescencia que no me resultaba tan ajena. No quiero decir mucho, ya está todo dicho, solamente espero que la Justicia dicte una condena justa (especialmente para sus padres, para sus amigos, para Julieta, para que puedan amainar la tristeza) y que deje una enseñanza para todos, de que el límite de la violencia no existe. Hoy escuche a un abogado decir que la violencia pasó de moda, que ya no es una forma de ser, de vivir, que sea aceptable. Ojala, ojala este juicio sea parte de jubilar a la violencia como forma de vincularse. Creo que hay que trabajar mucho para que eso sea una realidad. Les dejó acá un hilo de twitter de Lucho Fabbri, la primera persona en el mundo que escuche hablar de nuevas masculinidades, que aporta en ese camino. Ojala caduque la violencia y no la vida de un pibe.
Guardado en la memoria.
Primero pensé que el hilo que vinculaba a las dos partes de este newsletter era el tema de la masculinidad. Después me di cuenta que había escrito sobre mis recuerdos. Y quería compartirles un fragmento de algo que redacté el año pasado cuando hice un taller de escritura (con Maia Morosano, reina).
“Ya había perdido la huella en el cuerpo, ese recuerdo palpable que guardamos durante un tiempo después de que las cosas suceden. No importa si es felicidad o dolor, durante un tiempo se queda en el cuerpo, se quedan las sensaciones, la memoria corporal de lo vivido, los olores, el tacto, algo se queda. Y se puede cerrar los ojos, dejar que eso crezca y volver por un ratito al recuerdo, como si se pudiera vivir de nuevo. También a los momentos dolorosos se puede regresar, hay algo de masoquismo en eso, o de esquivar el olvido, por algún motivo, o solo por el placer de sentir. De cualquier manera este no era el caso, acá se trataba de un compendio de días brillantes. Que después de tantos meses se habían empezado a desvanecer, al menos esas sensaciones. Pero le gustaba, cerrar los ojos, enumerar los detalles, visualizar la ropa, el lugar, la comida, la música, intentar que su mente volviera a esos días. Los días en que fueron felices.”
Llegamos al final de esta primera entrega del newsletter versión 2023. Les dejo un par de recomendaciones. Dos películas, una que vi el año pasado y me pareció simplemente hermosa, Licorice Pizza. Veanla porfis es una ternura. La otra está ahora en su apogeo y quiero sumarme a la ola de recomendadores de Aftersun, es bella y triste, te remueve las entrañas con mucho respeto y un poquito de violencia.
Gracias por leerme y espero ansiosa sus comentarios. Sigamos cuidándonos y encontrándonos que nos necesitamos todxs 🙂
Un abrazo grande, Lucila.